viernes, febrero 29, 2008

ATEMPORAL




Roberto era un típico habitante de la city. Apurado, ajetreado, constipado y melancólico. Siempre madrugando, rezongando por el reloj, el agua caliente, el café quemado. Por el colectivo que no llega, el paro de trenes, los subtes mugrientos y los pibes de la calle. Bufando por el laburo atrasado, el jefe histérico, las compañeras menopáusicas, los colegas mas jóvenes y pintones que él. El característico agrieta de la oficina. Formal hasta la medula.
Se había divorciado hacía diez años, los hijos ya estaban grandes y fracasaron un par de parejas que intentó sostener. Harto de apostar fichas, se decidió por la soledad.


-“Total, todas las minas son iguales”- solía conformarse por una decisión compulsiva que no le sentaba nada bien.


Y así andaba por las calles, con cara de traste todo el tiempo, frustrado, porque, convengamos que los hombres solos no son la mejor de las recetas.
Rutinario al mango, iba siempre al mismo café, pedía siempre lo mismo y se sentaba indefectiblemente en la misma mesa.


Justo aquel día de lluvia, levantaron las miradas al unísono y se sonrieron, se escrutaron, se dieron vergüenza y entablaron una conversación. Se contaron sus cuitas, llenas de sueños por cumplir, afán de felicidad y cosas que olvidar. Se había hecho tan tarde, que juntos se perdieron por la ciudad.


Terminaron la noche entre sábanas, hicieron el amor con soltura y salvajismo, con desenfado y locura. Todo lo que nunca intentaron antes, lo hicieron realidad aquella madrugada, entre suspiros inciviles y caricias vaporosas.


Cuando sonó el despertador, Roberto no fue a la oficina. Partió de shopping. Se compró jeans, remeras, zapatillas, hasta un reloj de pulsera más piola.


Y un sugestivo conjunto de lencería negra para él.


©Viviana Álvarez

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