jueves, agosto 31, 2006

SABER MIRAR



Si pudieras ver en las profundidades del mar irlandés, pero ver bien, te darías cuenta que sus aguas no son comunes. Te asusta, pues golpea con la fuerza de mil dragones contra la roca indómita. Si te paras al borde de los acantilados, seguramente has de marearte, pues su vaivén recuerda los antiguos nudos celtas. Símbolos infinitos labran sus olas con la espuma.
Pocas son las personas que osan posar su planta bien al borde de las rocas y mirar. Pero mirar bien.
Daphne O´Flee lo hizo.
En aquellos días que se pierden en la memoria de los tiempos, Daphne, niña aún, sentía una atracción especial por los azules y sus olas. Cada día, aún contra los retos maternos, se escapaba a los acantilados. Y allí pasaba tardes enteras, pues ella sabía mirar el mar. Mirarlo bien.
En sus escapadas, la pequeña hablaba con cuánto ser mágico te puedas imaginar. Al atravesar el bosque para llegar al mar, legiones de elfos de los árboles salían a su encuentro, luego, ya a campo abierto, los leprechauns la seguían en su andar. Más al llegar a los acantilados, quedaba a solas. Y allí entablaba largas charlas con las ondinas. Toda especie de estas hadas de las aguas la rodeaban, invitándola.
Danzaban frente a ella, entonaban sus hechiceros cánticos, que Daphne sabía acompañar a la perfección. Pues, tras tanto concurrir a esas tertulias, terminó por sabérselos de memoria. Largos bailes con dulces melodías feéricas endulzaban las tardes de nuestra niña, que se sentía transportada a dimensiones elevadas. Lugares donde la razón no acude y la magia es la única que reina.
Hablando de reina, los habitantes del lugar, algunos descendientes de la familia de Daphne, cuentan que una de aquellas extasiadas tardes, se le presentó la reina de las ondinas. Y la invitó a mirar el mar.
Mirarlo bien.
La madre la buscó toda la noche, convocó a los vecinos del condado en su desesperación, pero no la hallaron. Pasaron días tratando de saber de ella, en vano. Hasta convocaron a los antiguos espíritus, implorando su ayuda. Tampoco resultó.
Pasaron meses.
Una de esas noches, cuando la pobre mujer no tenía más lágrimas para derramar, oyó su nombre en el aire. Era la voz de su hija desde los acantilados.
Hacia allí corrió. Elfos y leprechauns la ayudaron para llegar más a prisa. Más al acercarse a los acantilados, quedó en soledad. Y allí, vio a Daphne en el mar, entre ninfas y ondinas, elevándose hasta alcanzar a su madre, entonando aquellas estrofas que hablaban sobre mirar el mar irlandés.
Mirarlo bien.

Viviana Álvarez

1 comentario:

Anónimo dijo...

aveces se me calla el cerebro,
la inutilidad se consume, arde
y aburre no caer en tentación.
- Asi, el mundo no me basta. -
Escuché dentro del sol ciego,
oí fuera de la constelada soledad.

Mire dentro:
de la ambrosiaca lectura
que es saber del mundo.

Sí! mis aullidos por el aburrimiento.



(solo es una nimia risa, no se mirar.)